miércoles, 26 de noviembre de 2014

Virginia busca palabras

Virginia busca palabras. En las estanterías, en lo alto de los armarios, debajo de las alfombras. Virginia busca palabras. En la espalda de Leonard cuando trabaja, en la mirada hermosa de su perro, en el murmullo del bosque. A veces no las encuentra y tiene que irse lejos. Parece que su mirada está perdida, pero lo que ocurre es que  está viajando.  Después regresa, viene caminando, cansada, con su cargamento de palabras.
Virginia se encierra en su cuarto. Las palabras son niñas inquietas, no paran de moverse, lo tocan todo. Se suben a la ventana, mueven la lámpara, se esconden debajo de la mesa.  Se ríen, las palabras. Como  no se toman nada en serio, a Virginia le toca organizarlo todo; dar órdenes, pedir silencio, detener juegos. Es agotador. En realidad Virginia preferiría ser una palabra y estar  colgada de las cortinas balaceándose.  Pero de repente una frase viene a ayudarla

No puedo moverme sin desplazar de su lugar el peso de los siglos. Flechas, un millón de flechas, me atraviesan. La burla y el ridículo me desgarran. Yo, capaz de recibir las tempestades en mi pecho, capaz de dejar alegremente   que el granizo me cubra, quedo inmovilizada, aquí. Quedo en evidencia. El tigre salta. Con sus látigos las lenguas se dirigen a mí. Móviles, incesantemente, las lenguas se agitan sobre mí. He de defenderme con mentiras. ¿Qué amuleto hay contra semejante mal?

Y esa frase pone en fila a las palabras, las insta al silencio. Y esa frase tira de la mano de Virginia, hacia arriba, la está elevando por encima del suelo
¡Cuánta disolución del alma exigís sólo para poder vivir durante un día, cuántas mentiras, cuántas reverencias, cuánta palabrería fluida, cuántos roces y cuánto servilismo! ¡Me habéis encadenado a un punto, una hora, una silla, y os habéis sentado delante! ¡Me habéis arrancado los blancos espacios que median entre hora y hora, con ellos habéis formado sucias píldoras y los habéis arrojado a la papelera con vuestras grasientas zarpas! Y estos espacios eran mi vida.

Yo, con las palabras desordenadas y rebeldes tirándome del pelo y dándome golpecitos en el hombro, estoy releyendo “Las olas”, leyendo a Virginia en la madrugada. Las palabras no me han dejado dormir, están enredando todo el rato, me han susurrado  hasta que han conseguido levantarme. ¿Qué queréis que hagamos ahora? Les pregunto, pero ellas no saben, sólo revolotean divertidas y a veces tocan suavemente el centro del alma. Como ahora. Pienso en esos espacios blancos que median entre hora y hora. ¿Dónde están? ¿Lo sabe Virginia?
Busco en su diario


Ayer Doran Heinemann me ofreció 2.000 libras por escribir una vida de Boswell. L. está escribiendo mi cortés negativa en este momento. He comprado mi libertad. Es curioso pensar que al rechazar esta oferta he pagado por poder ir a Rodmell y pensar únicamente en “Las olas”. Si hubiese aceptado, compraría casas, mesas, y me iría a Italia. No merece la pena.

domingo, 31 de agosto de 2014

A tus pies donde mueren las golondrinas, dice Alejandra

Hay demasiada noche para las manos diminutas de Alejandra, se desbordan las estrellas, pesan mucho.  Y durante el día, a veces, quedan trocitos de madrugada que no dio tiempo a escuchar, ese sonido incesante que Alejandra escribe

Y cuando es de noche, siempre,
una tribu de palabras mutiladas
busca asilo en mi garganta

Alejandra Pizarnik ama las palabras, las abre como quien abre una puerta o levanta un puente para atravesar el vacío

Hemos dicho palabras,
palabras para despertar muertos,
palabras para hacer un fuego,
palabras donde poder sentarnos y sonreír.

Palabras donde poder sentarnos y sonreír.  Leo a Alejandra y a veces la busco en la mañana llena de pájaros. Busco a la mujer pequeña, inteligente, capaz, herida, que habita debajo de la leyenda. Busco el aleteo breve que permanece escondido.

Pero... ¿es posible soportar esto? Quiero morir. Tengo miedo de entrar al pasado. Pienso en alguna mujer de mi edad de hace un siglo. ¿Qué hacía cuando estaba angustiada? ¿Qué?

Alejandra escribe esto en su diario, el siete de diciembre de 1952. Sí, miremos hacia atrás, hacia esas mujeres. Por ejemplo, ¿Qué hacía Emily Dickinson en 1852? Tenía veintidós años.  ¿Qué dolor,  qué cansancio la llevaron a la soledad y al silencio? A los treinta años Emily vive aislada,  vestida de blanco y de palabras, vestida de poemas que no publica. Tras su muerte hay un torrente incesante de versos.

Pasados ya cien años
nadie el lugar conoce:
la angustia allí sufrida
es una paz inmóvil.

La paz inmóvil que cubre el silencio que vive en los márgenes del tiempo. Un hilo invisible que une a Alejandra, Emily, Virginia. Mujeres que permanecen unidas a mi imaginación, mujeres que aún murmuran y cantan.


Aquí una estrella, y otra estrella lejos:
alguna se extravía.
Aquí una niebla, más allá otra niebla,
pero después el día.


Le dice Emily a Virginia. . .

  Se sentía muy joven, y al mismo tiempo indeciblemente avejentada. Como un cuchillo atravesaba todas las cosas, y al mismo tiempo estaba fuera de ellas, mirando. Tenía la perpetua sensación de estar fuera, fuera, muy lejos en el mar, y sola; siempre había considerado que era muy, muy peligroso vivir, aunque sólo fuera un día.


Le dice Virginia a Alejandra, y Alejandra asiente. . . y escribe dentro de esa cadena interminable

Pero el silencio es cierto. Por eso escribo. Estoy sola
 y escribo. No, no estoy sola. Hay alguien aquí  que tiembla.


miércoles, 13 de agosto de 2014

Una mujer dentro del cuadro

Mujeres asomadas al siglo XX. Mujeres mirando el inicio de algo nuevo,  una suerte de amanecer distinto. Descubrimientos asombrosos, nuevas palabras, puertas abriéndose sobre la vida. El siglo XX, antes del dolor y la guerra, antes de que el horror y la sangre, con sus  botas sucias, pisotearan la tierra, era una esperanza. Y a esa esperanza se asomaban ellas, buscando algo más, eso que permanentemente les era negado.
Pero ahora están en mitad de ninguna parte, buscando alguna grieta por la que asomarse y mirar las cosas. Sí, están ahí, han llegado caminando sin descanso, en las Academias de Artes, en las aulas, en los cafés hablando de literatura. Están en el surrealismo y en el teatro. Están en la noche alcohólica y soñadora. Están por las calles del París irrepetible de 1900. Pero algo falla en el mecanismo de este reloj, un tic tac impreciso que no cesa, un sonido distorsionado. Mira cómo sin remedio se quedan atrapadas dentro del cuadro. Mira a Angelina, que ha venido desde su Rusia natal, animada por sus profesores de la Academia Imperial de las Artes. Quiere pintar. Es pintora. Atrapa París en su retina, sueña y dibuja y se enamora de Diego Ribera. Viven en un pequeño cuarto miserable y ella ama, ama con  la misma pasión que pone en sus cuadros. Pero Diego se va y ella se queda sola. Y sigue pintando, y sale adelante después de habitar la desolación y la tristeza,  y años después vive en ese México lleno de artistas venidos de otros lugares. Pero Angelina Beloff  es silenciada, porque está dentro del cuadro, detenida en el París de 1921, cuando Diego se fue.



 Artemisia Gentileschi oye también el tic tac impreciso e incesante que atraviesa el tiempo, es como si el aire cojeara un poco, como si una puerta invisible impidiera el paso. Artemisia está soñando con  Angelina. Sueña con el mundo que Angelina ha conquistado. Y mientras camina por Florencia, por Nápoles, Por Londres, por Roma, arrastrando el pesado equipaje de su violación y de todas las humillaciones pasadas, por un momento su silueta se escapa del siglo XVII para pintar una vida distinta. Artemisia sufre y pinta, y vive y es valiente. Pero mira, ¿dónde está Artemisia? Se la ha tragado el silencio, habita dentro del cuadro,  casi no se la ve, detenida en los márgenes estrechos de su tiempo, intentando escapar, presente en los gestos y las miradas de las mujeres graves que pinta. Artemisia Gentileschi es silenciada, porque está dentro del cuadro, detenida en la Italia del siglo XVII.


El reloj sigue girando y oímos ese sonido metálico que aún nos hace preguntarnos cómo ajustar todo lo que permanece en tan incómodo equilibrio. La memoria es una senda llena de árboles y paisajes que alimenta la mirada. Mirar a esas mujeres valerosas, mirar fíjamente el cuadro para poder divisarlas. Y después mirar un poco más allá, para ver lo que está dibujado detrás, quizás tapado por otras siluetas, quizás silenciado por tantas voces que hablan en desordenado discurso. Allí están ellas, Angelina, Artemisia, Remedios, Leonora, Virginia, luchando por salir de los márgenes.

domingo, 27 de julio de 2014

La mirada mágica de Elena Fortún



Aunque no nos correspondía generacionalmente,  mis hermanos y yo crecimos a la sombra de los libros de Elena Fortún. Esos libros infantiles que leyeron los niños de 1920, de 1940 y que despertaron levemente en los años 90 por una serie de televisión, estructuraron nuestro mundo de niños lectores e imaginativos. En realidad nosotros nos parecíamos un poco a esos niños de los libros; escondíamos conejos en la cama de nuestro abuelo, hablábamos con los perros, nos gustaban los establos y las vacas, y creíamos firmemente que el viejo de la leña se equivocó y se fue por los rayos de la luna hasta el cielo en lugar de volver a casa.
De mayor he seguido leyendo los libros de Elena Fortún, del primero al último, como un viaje por mi infancia, como un recordatorio de que las cosas no son ni mucho menos como nos las cuentan, en esa gris relación de obligaciones y costumbres  que nos ponen encima, como un traje incómodo y estrecho. Fui poco a poco encontrando en librerías de viejo los volúmenes que me faltaban, con paciencia y mimo fui completando ese estante de mi biblioteca dedicado a los libros de Celia, de Cuchifritín, de Matonkiki.
Y volví mi mirada hacia Elena Fortún, hacia Encarnación Aragoneses, que tomó su seudónimo  literario del libro Los mil sueños de Elena Fortún, escrito por Eusebio de Gorbea, escritor frustrado, actor aficionado, militar republicano, su marido.
Encarnación fue una mujer inquieta e interesante, puedo imaginarla con los ojos  llenos de historias caminando por las calles de Madrid. Puedo imaginar su alegría y su pena, y su frustración. Puedo imaginar su inseguridad. Las mujeres que construyeron un mundo mejor para nosotras. Trabajando, estudiando,  escribiendo, investigando, intentando empujar puertas cerradas, puertas enormes y pesadas.
Los libros de Celia se venden muy bien, Encarnación recibe numerosas cartas de lectores, la editorial Aguilar la apremia a escribir más volúmenes. Mientras Celia crece, mientras Cuchifritín mira atónito el comportamiento absurdo de los mayores, Encarnación Aragoneses transita por el mundo protegida por su mirada mágica, que a veces no puede impedir que la realidad, como una mujer ociosa y gruñona que ansía meterse en las vidas de los demás, le dé un empujón y se meta en su alma.
Su hijo pequeño, al que llamaban Bolín, muere, y ella sigue caminando con un poco más de dolor, que se aloja quizás en su costado izquierdo, quizás en alguna frase escrita, en la luz que tiñe las aceras. Su marido no logra comprender su éxito, ¡ella sólo escribe libros para niños! Sin embargo él no triunfa. Otra pequeña espina viaja desde la realidad hasta su muñeca derecha. Y así, Elena Fortún va defendiendo su fantasía y su magia de las heridas que le crecen en el cuerpo.
El fin de la  guerra civil la lleva  hasta Argentina, donde trabaja en Buenos Aires en la Biblioteca Municipal. Su jefe en aquellos tiempos comenta que Encarnación no les cuenta que es una escritora reconocida, no quiere destacar, pero ¿Cómo no ver un incendio? Reflexiona. Su personalidad y su valía  brillaban aunque ella no quisiera.

Encarnación Aragoneses murió en Madrid en 1952. Esa niña frágil, enfermiza y sensible que había sido, recorrió el mundo y sembró palabras que nos alimentaron y aún nos alimentan. ¿Dónde está toda esa riqueza? ¿Cómo permitir que se pierda? ¿Cómo no ver el incendio?
Carmen Martín Gaite nos trajo de vuelta a Encarnación, le dio la mano, en una cadena de ternura y palabras que no tiene fin y que Marisol Dorao continuó  escribiendo una maravillosa biografía: Los mil años de Elena Fortún y siendo  responsable de que en 1987  se publicara Celia en la Revolución, un libro cuyo borrador terminó Encarnación en 1943 y que apareció entre sus papeles, un libro que murmuraba, escondido y paciente, la historia triste y veraz de la guerra.

Me quedo sola en la ancha acera bajo los árboles aún desnudos de hojas. . .¡Sola! Todos, uno tras otro, han ido dejándome sola antes de que me fuera. . .

Encarnación y Celia nos miran. Hoy las dos se ríen.





































domingo, 2 de marzo de 2014

Virginia viene al teatro

He despertado a Virginia. Sólo ha hecho falta abrir las ventanas, dejando que el sol inundara su cuarto y que el viento y los árboles entonaran su canción. Echo tanto de menos los árboles, el campo, los paseos. Sé que Virginia también, pero ambas andamos atareadas trabajando.
 Virginia relee capítulos, corrige pruebas, supervisa la impresión de un libro en el pequeño sotano que alberga la Hogarth Press. 
Yo abro de nuevo las puertas de Una habitacion propia. Hablo con Virginia, le pregunto cosas.
He sacado su pluma y he intentado escribir con ella, he puesto su chal, viejo y ajado, encima de una silla y me he puesto su enorme abrigo, que me cobija como su inteligencia, como sus palabras, como su ironía. 
Virginia está asombrada contando las ventas de Una habitación propia.
A proposito, las ventas de Una habitación propia no tienen precedentes, han superado a Orlando; da la impresión de una cuerda que corre entre los dedos; recibimos pedidos de 100 tan traquilamente como solíamos recibir los de 12.
Ese dinero recaudado por medio del trabajo la entusiasma y su mente sueña planes y  proyectos, ese pequeño avance en dignidad; tener su propio dinero. Virginia ha llegado con Leonard  al acuerdo de compartir gastos, esa es la esencia del feminismo, nuestra inteligencia, nuestro oficio, nuestras manos al servicio de la vida diaria. Ser independientes como somos inteligentes y válidas. Andamos solas y estamos en el mundo de la realidad, no sólo en el mundo de los hombres y las mujeres, sueño que escucho a Virginia hablando a  las jóvenes ansiosas y valientes que iban a escuchar sus conferencias.
Voy desempolvando las frases de Virginia, guardadas con cuidado y mimo entre libros viejos y hermosos. Son pequeños destellos de luz que iluminan estos días grises que han despedido febrero.
Ya es marzo y la primavera quiere abrir las puertas y entrar como una niña ansiosa que  desea salir a correr por las calles. Voy a traer a Virginia a ver esta pequeña primavera aún dormida, voy a enseñarle teatros, escenarios, mujeres que aún necesitan sus palabras, hoy, todavía.
Una habitación propia. Homenaje a Virginia Woolf.
7 de marzo: Salón CAI del Paseo Independencia de Zaragoza
8 de marzo: Teatro Municipal de Utebo

sábado, 8 de febrero de 2014

Virginia ama a los perros




Escribo con mi pequeño perro a los pies. De vez en cuando cruzamos una mirada. El, mi perro, me mira con sus grandes ojos marrones hechos de tierra, y   al mirarlo camino por esos campos secos y desolados que amo.
También Virginia, imagino, escribía con un perro a sus pies.
Gracias a la escritora Pilar Adón descubro que de pequeña, Virginia tuvo un perro llamado Shag. Shag llegó a la casa con la importante labor de limpiarla de  incómodas ratas, pero pronto demostró, con esa forma graciosa y contundente que tienen los perros de demostrar las cosas, que no le interesaba la caza; sólo  estaba dispuesto  a hacerse amigo de los hermanos  Stephen. Cuando Shag se hizo viejo llegó a la casa un cachorro. ¿Qué sentiría Shag? ¿Y qué sentiría Virginia? Virginia, que miraba más allá, Virginia, que veía esas grietas que aparecen en la superficie lisa de la  realidad. El pobre Shag intentando emular las gracias aplaudidas del cachorro, desterrado del juego y de la ternura, abandonado. Shag fue llevado a la perrera después de atacar  al nuevo perrito. No sabemos lo que pasó realmente, no podemos saberlo. Pero quizás un trocito de tristeza se clavó en el corazón de la pequeña Virginia, una esquirla de pena que la acompaño para siempre. La incomprensión y la crueldad.  Parece ser que años después Shag regresó a la casa. ¿Se escapó de la perrera? ¿Quizás simplemente lo habían abandonado a su suerte? Shag entró, derrotado. Puedo imaginarlo, ese perro que había corrido feliz, que había sido acariciado y querido, vuelve y no pide nada, no aspira a nada, sólo a tumbarse en silencio, donde solía hacerlo cuando era un perro alegre. Dejadme por favor, dicen sus ojos, no me peguéis, no me echéis, dejadme en mi rincón. Duele, me duele en la mirada marrón de mi perro.
A lo largo de su vida Virginia tuvo varios perros que seguro la acompañaron con su silencio hermoso en  largos paseos, en su trabajo, en sus dudas, en momentos llenos de niebla.
 En  Flush, que describe la relación de la poeta Elizabeth Barrett con su perro, encontramos la ironía de Virginia, y su lenguaje, y su forma distinta de contemplar las cosas. Y al posar esa mirada en Flush, el perro, el compañero generoso de la escritora enferma, que cambió el campo y olor a hierba por la cama y el reposo de su dueña, podemos ver detrás a los perros de Virginia, y cómo ella traducía a palabras ese idioma complejo para nosotros los humanos, hecho de mirada y gestos. A veces sólo hay que detenerse y observar, ser capaz de salir de la bruma mareante de nuestro mundo. Creo que Virginia sabía hacer eso, con los árboles, con los pájaros, seguro con el viento. Y con los perros. Y así describe la llegada de Flush a su nuevo hogar:



 ...se ocultó,  tembloroso, detrás de un biombo. Las voces se apagaron. 
Cerrose una  puerta. Por un instante quedó inmóvil, pasmado, con los 
nervios flojos...  Luego cayó sobre él la memoria con un zarpazo de tigre. Se sintió solo...  abandonado. Se precipitó a la puerta. Estaba cerrada. 
La arañó, escuchó...Oyó pasos que bajaban. Los conocía de sobra:
 eran los pasos de su ama.  Parecían haberse parado. No, no... seguían 
escalera abajo, abajo... Miss Mitford bajaba las escaleras muy despacio, pesadamente, a desgana.
 Y al oírla marcharse, al notar que los pasos de su ama se esfumaban, 
apoderose de él el pánico. Oía cómo se iban 
   cerrando al pasar miss Mitford  puerta tras puerta; se cerraban sobre la 
libertad, sobre los campos, las  liebres y la hierba, lo incomunicaban
 ­cerrándose ­ de su adorada ama... ,  de la querida mujer que lo había 
lavado y le había pegado, la que lo  alimentara en su propio plato no 
teniendo bastante para sí misma... ¡Se cerraban sobre cuanta felicidad, amor y bondad humana le había sido  dado conocer! ¡Ya! Un portazo: la puerta de la calle. Estaba solo. Lo había  abandonado.

¡Pobre Flush! Y describe así Virginia cómo Elizabeth y Flush se conocen, y se reconocen:

 Se sorprendieron el uno del otro. A miss Barrett le pendían a ambos 
 lados del rostro unos tirabuzones muy densos; le relucían sus grandes 
 ojos, y su boca, grande, sonreía. A ambos lados de la cara de Flush 
colgaban sus espesas y largas orejas; los ojos también los tenía grandes y brillantes,
 y la boca, muy ancha. Existía cierto parecido entre ambos. Al  mirarse, pensaba cada uno de ellos lo siguiente. «Ahí estoy...», y luego cada  uno pensaba: «Pero ­ ¡qué diferencia!» La de ella era la cara pálida y  cansada de una inválida, privada de aire, luz y libertad. La de él era la  cara ardiente y basta de un animal joven: instinto, salud y energía.
 Ambos  rostros parecían proceder del mismo molde, y haberse
 desdoblado después;  ¿sería posible que cada uno completase lo que 
estaba latente en el otro?  Ella podía haber sido... todo aquello; y él... 
Pero, no. Entre ellos se encontraba el abismo mayor que puede separar a un ser de otro. Ella  hablaba. El era mudo. Ella era una mujer; él, un
 perro. Así, unidos  estrechamente, e inmensamente separados, se 
contemplaban. Entonces se  subió Flush de un salto al sofá y se echó 
donde había de echarse toda su  vida... en el edredón, a los pies de miss Barrett.

Elizabeth Barrett y Flush pasaron toda su vida juntos. Los últimos años de Flush transcurren en Italia y Virginia los describe como años felices, llenos de olores sabrosos,  correrías por las calles, y percances con las pulgas italianas, que casi lo devoran. De vuelta en Inglaterra, Flush es un anciano que cuenta sus aventuras a los perrillos jóvenes. Cuando siente que va a morir se apresura a volver a casa, al lado de Elizabeth.
Este es el final de Flush. Virginia con su sensibilidad y su talento consigue emocionarme.
 La mesa del salón permaneció absolutamente inmóvil.



. . . Ahora era feliz. Estaba envejeciendo, y Flush también.  Se inclinó un 
momento sobre él. La cara de mistress Browning, con su  boca ancha, 
sus grandes ojos y espesos rizos, seguía teniendo un extraño  parecido
 con la de él. Ambos rostros parecían proceder del mismo molde y  haberse desdoblado después, casi como si cada uno completase lo que  estaba latente en el otro. Pero ella era una mujer; él, un perro. Mistress 
Browning siguió leyendo. Después volvió a mirar a Flush. Pero éste no la miraba ya. 
Se había operado en él un cambio extraordinario. «¡Flush!»,  exclamó mistress Browning. Pero no respondió. Había estado vivo; ahora  estaba muerto. La mesa del salón ­ eso sí que fue raro ­ permaneció 
absolutamente inmóvil. 





miércoles, 29 de enero de 2014

Gertrudis Y Virginia se dan la mano




Hacía versos y nació rodeada de azul y sueño.  Luego llegó a Madrid y siguió escribiendo.  Era una mujer hermosa. Era una mujer. Era muy inteligente, tanto, que sabía mirar más allá de la mañana, acaso hacia otro tiempo, acaso hasta hoy. Cómo me gustaría que pudiera andar por las calles  de mi barrio, ver a las niñas, a las adolescentes con sus mochilas camino del colegio, ver a las mujeres atareadas y rápidas camino de trabajo. Qué pensaría esta mujer de corazón valiente si pudiera atravesar la niebla del tiempo, atravesar las guerras sucedidas, las ciudades cambiantes que han ido volviéndose duras y metálicas, los dolores cotidianos, las pequeñas heridas escondidas en las manos de la gente; desde 1873, cuando cerró los ojos para descansar de la luz intensa de su vida hasta esta mañana fría de Enero, del año 2014. ¡2014! Exclama, y mira a su alrededor. Y ve.
Gertrudis escribe y ama. Y es abandonada y herida. Mientras camina por la mitad del siglo XIX conoce a Gabriel García Tassara, que cierra la puerta y la deja sola, embarazada, herida. ¿Os imagináis? Una mujer escritora, de ideas avanzadas, inteligente, embarazada, soltera, sola. Haciendo camino con su dolor para que otras mujeres más adelante sean inteligentes, estén solas, quizás heridas, pero caminen. Fijáos en lo que el poeta le escribe cuando ella le pide unos versos:

Inspíramelos tú con tus verdades
Cual tus mentiras me inspiraron éstos.
 Inspíramelos tú... Bien sabes cómo ...
 Dignos de ti, que por tenerlo todo,
 Demonio celestial, tienes talento

Gertrudis Gómez de Avellaneda. Mujer y escritora, autora de poesía, novela y teatro, nostálgica y románica, espiritista y espiritual a veces. Demonio celestial, para los hombres sorprendidos de aquel siglo.
Mirad por ejemplo a Zorilla,  creador de Doña Inés, paradigma de la pureza y la ingenuidad de las mujeres. Zorrilla, que escapó de su destino de abogado y retó su destino para ser el escritor romántico, pero que no puede ser compañero de letras y libertades de una mujer,  escribe:

. . .su escritura briosamente tendida sobre el papel, y los pensamientos varoniles de los vigorosos versos con que reveló su ingenio, revelaban algo viril y fuerte en el espíritu encerrado dentro de aquella voluptuosa encarnación mujeril. Nada había de áspero, de anguloso, de masculino, en fin, en aquel cuerpo de mujer, y de mujer atractiva: ni la coloración subida en la piel, ni espesura excesiva en las cejas, ni bozo que sombreara su fresca boca, ni brusquedad en sus maneras: era una mujer; pero lo era sin duda por un error de la naturaleza, que había metido por distracción un alma de hombre en aquella envoltura de carne femenina.

Un alma de hombre en una envoltura femenina. Despojadas de la independencia, despojadas de la inteligencia, despojadas del trabajo y la cultura. Gertrudis no fue admitida en la Academia de Letras, en la que intento entrar en 1863. Era muy culta, era una gran escritora, era rebelde y de ideas avanzadas. Pero una mujer no podía escribir profesionalmente. Despojadas. Pero aún en pie y avanzando. Miro hacia atrás y veo todavía caminar a Gertrudis, casi podría darle la mano.
Gertrudis murió en 1873.
En 1882 en Londres nació Virginia.
Quizás en algún momento  pudieron también ellas darse la mano. Quizás cuando Virginia era rechazada en algún curso universitario, cuando era despojada, quizás,  Virginia miraba hacia atrás y recordaba cómo su vida derivaba de las vidas de las mujeres que la precedieron. Después Virginia volvía a mirar hacia delante. Y perseveraba.

Quisiera decirles,  gracias.