domingo, 31 de agosto de 2014

A tus pies donde mueren las golondrinas, dice Alejandra

Hay demasiada noche para las manos diminutas de Alejandra, se desbordan las estrellas, pesan mucho.  Y durante el día, a veces, quedan trocitos de madrugada que no dio tiempo a escuchar, ese sonido incesante que Alejandra escribe

Y cuando es de noche, siempre,
una tribu de palabras mutiladas
busca asilo en mi garganta

Alejandra Pizarnik ama las palabras, las abre como quien abre una puerta o levanta un puente para atravesar el vacío

Hemos dicho palabras,
palabras para despertar muertos,
palabras para hacer un fuego,
palabras donde poder sentarnos y sonreír.

Palabras donde poder sentarnos y sonreír.  Leo a Alejandra y a veces la busco en la mañana llena de pájaros. Busco a la mujer pequeña, inteligente, capaz, herida, que habita debajo de la leyenda. Busco el aleteo breve que permanece escondido.

Pero... ¿es posible soportar esto? Quiero morir. Tengo miedo de entrar al pasado. Pienso en alguna mujer de mi edad de hace un siglo. ¿Qué hacía cuando estaba angustiada? ¿Qué?

Alejandra escribe esto en su diario, el siete de diciembre de 1952. Sí, miremos hacia atrás, hacia esas mujeres. Por ejemplo, ¿Qué hacía Emily Dickinson en 1852? Tenía veintidós años.  ¿Qué dolor,  qué cansancio la llevaron a la soledad y al silencio? A los treinta años Emily vive aislada,  vestida de blanco y de palabras, vestida de poemas que no publica. Tras su muerte hay un torrente incesante de versos.

Pasados ya cien años
nadie el lugar conoce:
la angustia allí sufrida
es una paz inmóvil.

La paz inmóvil que cubre el silencio que vive en los márgenes del tiempo. Un hilo invisible que une a Alejandra, Emily, Virginia. Mujeres que permanecen unidas a mi imaginación, mujeres que aún murmuran y cantan.


Aquí una estrella, y otra estrella lejos:
alguna se extravía.
Aquí una niebla, más allá otra niebla,
pero después el día.


Le dice Emily a Virginia. . .

  Se sentía muy joven, y al mismo tiempo indeciblemente avejentada. Como un cuchillo atravesaba todas las cosas, y al mismo tiempo estaba fuera de ellas, mirando. Tenía la perpetua sensación de estar fuera, fuera, muy lejos en el mar, y sola; siempre había considerado que era muy, muy peligroso vivir, aunque sólo fuera un día.


Le dice Virginia a Alejandra, y Alejandra asiente. . . y escribe dentro de esa cadena interminable

Pero el silencio es cierto. Por eso escribo. Estoy sola
 y escribo. No, no estoy sola. Hay alguien aquí  que tiembla.


miércoles, 13 de agosto de 2014

Una mujer dentro del cuadro

Mujeres asomadas al siglo XX. Mujeres mirando el inicio de algo nuevo,  una suerte de amanecer distinto. Descubrimientos asombrosos, nuevas palabras, puertas abriéndose sobre la vida. El siglo XX, antes del dolor y la guerra, antes de que el horror y la sangre, con sus  botas sucias, pisotearan la tierra, era una esperanza. Y a esa esperanza se asomaban ellas, buscando algo más, eso que permanentemente les era negado.
Pero ahora están en mitad de ninguna parte, buscando alguna grieta por la que asomarse y mirar las cosas. Sí, están ahí, han llegado caminando sin descanso, en las Academias de Artes, en las aulas, en los cafés hablando de literatura. Están en el surrealismo y en el teatro. Están en la noche alcohólica y soñadora. Están por las calles del París irrepetible de 1900. Pero algo falla en el mecanismo de este reloj, un tic tac impreciso que no cesa, un sonido distorsionado. Mira cómo sin remedio se quedan atrapadas dentro del cuadro. Mira a Angelina, que ha venido desde su Rusia natal, animada por sus profesores de la Academia Imperial de las Artes. Quiere pintar. Es pintora. Atrapa París en su retina, sueña y dibuja y se enamora de Diego Ribera. Viven en un pequeño cuarto miserable y ella ama, ama con  la misma pasión que pone en sus cuadros. Pero Diego se va y ella se queda sola. Y sigue pintando, y sale adelante después de habitar la desolación y la tristeza,  y años después vive en ese México lleno de artistas venidos de otros lugares. Pero Angelina Beloff  es silenciada, porque está dentro del cuadro, detenida en el París de 1921, cuando Diego se fue.



 Artemisia Gentileschi oye también el tic tac impreciso e incesante que atraviesa el tiempo, es como si el aire cojeara un poco, como si una puerta invisible impidiera el paso. Artemisia está soñando con  Angelina. Sueña con el mundo que Angelina ha conquistado. Y mientras camina por Florencia, por Nápoles, Por Londres, por Roma, arrastrando el pesado equipaje de su violación y de todas las humillaciones pasadas, por un momento su silueta se escapa del siglo XVII para pintar una vida distinta. Artemisia sufre y pinta, y vive y es valiente. Pero mira, ¿dónde está Artemisia? Se la ha tragado el silencio, habita dentro del cuadro,  casi no se la ve, detenida en los márgenes estrechos de su tiempo, intentando escapar, presente en los gestos y las miradas de las mujeres graves que pinta. Artemisia Gentileschi es silenciada, porque está dentro del cuadro, detenida en la Italia del siglo XVII.


El reloj sigue girando y oímos ese sonido metálico que aún nos hace preguntarnos cómo ajustar todo lo que permanece en tan incómodo equilibrio. La memoria es una senda llena de árboles y paisajes que alimenta la mirada. Mirar a esas mujeres valerosas, mirar fíjamente el cuadro para poder divisarlas. Y después mirar un poco más allá, para ver lo que está dibujado detrás, quizás tapado por otras siluetas, quizás silenciado por tantas voces que hablan en desordenado discurso. Allí están ellas, Angelina, Artemisia, Remedios, Leonora, Virginia, luchando por salir de los márgenes.