Aunque
no nos correspondía generacionalmente, mis hermanos y yo crecimos a la sombra de los
libros de Elena Fortún. Esos libros infantiles que leyeron los niños de 1920,
de 1940 y que despertaron levemente en los años 90 por una serie de televisión,
estructuraron nuestro mundo de niños lectores e imaginativos. En realidad
nosotros nos parecíamos un poco a esos niños de los libros; escondíamos conejos
en la cama de nuestro abuelo, hablábamos con los perros, nos gustaban los
establos y las vacas, y creíamos firmemente que el viejo de la leña se equivocó
y se fue por los rayos de la luna hasta el cielo en lugar de volver a casa.
De
mayor he seguido leyendo los libros de Elena Fortún, del primero al último,
como un viaje por mi infancia, como un recordatorio de que las cosas no son ni
mucho menos como nos las cuentan, en esa gris relación de obligaciones y
costumbres que nos ponen encima, como un
traje incómodo y estrecho. Fui poco a poco encontrando en librerías de viejo
los volúmenes que me faltaban, con paciencia y mimo fui completando ese estante
de mi biblioteca dedicado a los libros de Celia, de Cuchifritín, de Matonkiki.
Y
volví mi mirada hacia Elena Fortún, hacia Encarnación Aragoneses, que tomó su
seudónimo literario del libro Los mil sueños de Elena Fortún, escrito
por Eusebio de Gorbea, escritor frustrado, actor aficionado, militar
republicano, su marido.
Encarnación
fue una mujer inquieta e interesante, puedo imaginarla con los ojos llenos de historias caminando por las calles
de Madrid. Puedo imaginar su alegría y su pena, y su frustración. Puedo
imaginar su inseguridad. Las mujeres que construyeron un mundo mejor para
nosotras. Trabajando, estudiando,
escribiendo, investigando, intentando empujar puertas cerradas, puertas
enormes y pesadas.
Los
libros de Celia se venden muy bien, Encarnación recibe numerosas cartas de
lectores, la editorial Aguilar la apremia a escribir más volúmenes. Mientras
Celia crece, mientras Cuchifritín mira atónito el comportamiento absurdo de los
mayores, Encarnación Aragoneses transita por el mundo protegida por su mirada
mágica, que a veces no puede impedir que la realidad, como una mujer ociosa y
gruñona que ansía meterse en las vidas de los demás, le dé un empujón y se meta
en su alma.
Su
hijo pequeño, al que llamaban Bolín, muere, y ella sigue caminando con un poco
más de dolor, que se aloja quizás en su costado izquierdo, quizás en alguna
frase escrita, en la luz que tiñe las aceras. Su marido no logra comprender su
éxito, ¡ella sólo escribe libros para niños! Sin embargo él no triunfa. Otra
pequeña espina viaja desde la realidad hasta su muñeca derecha. Y así, Elena
Fortún va defendiendo su fantasía y su magia de las heridas que le crecen en el
cuerpo.
El
fin de la guerra civil la lleva hasta Argentina, donde trabaja en Buenos Aires
en la Biblioteca Municipal. Su jefe en aquellos tiempos comenta que Encarnación
no les cuenta que es una escritora reconocida, no quiere destacar, pero ¿Cómo no ver un incendio? Reflexiona. Su
personalidad y su valía brillaban aunque
ella no quisiera.
Encarnación
Aragoneses murió en Madrid en 1952. Esa niña frágil, enfermiza y sensible que
había sido, recorrió el mundo y sembró palabras que nos alimentaron y aún nos
alimentan. ¿Dónde está toda esa riqueza? ¿Cómo permitir que se pierda? ¿Cómo no
ver el incendio?
Carmen
Martín Gaite nos trajo de vuelta a Encarnación, le dio la mano, en una cadena
de ternura y palabras que no tiene fin y que Marisol Dorao continuó escribiendo una maravillosa biografía: Los mil años de Elena Fortún y siendo responsable de que en 1987 se publicara Celia en la Revolución, un libro cuyo borrador terminó Encarnación
en 1943 y que apareció entre sus papeles, un libro que murmuraba, escondido y
paciente, la historia triste y veraz de la guerra.
Me quedo sola en la ancha acera bajo los árboles aún desnudos de hojas. .
.¡Sola! Todos, uno tras otro, han ido dejándome sola antes de que me fuera. . .
Encarnación
y Celia nos miran. Hoy las dos se ríen.