Virginia busca palabras. En las
estanterías, en lo alto de los armarios, debajo de las alfombras. Virginia
busca palabras. En la espalda de Leonard cuando trabaja, en la mirada hermosa
de su perro, en el murmullo del bosque. A veces no las encuentra y tiene que
irse lejos. Parece que su mirada está perdida, pero lo que ocurre es que está viajando.
Después regresa, viene caminando, cansada, con su cargamento de palabras.
Virginia se encierra en su cuarto. Las
palabras son niñas inquietas, no paran de moverse, lo tocan todo. Se suben a la
ventana, mueven la lámpara, se esconden debajo de la mesa. Se ríen, las palabras. Como no se toman nada en serio, a Virginia le toca
organizarlo todo; dar órdenes, pedir silencio, detener juegos. Es agotador. En
realidad Virginia preferiría ser una palabra y estar colgada de las cortinas balaceándose. Pero de repente una frase viene a ayudarla
No
puedo moverme sin desplazar de su lugar el peso de los siglos. Flechas, un
millón de flechas, me atraviesan. La burla y el ridículo me desgarran. Yo,
capaz de recibir las tempestades en mi pecho, capaz de dejar alegremente que el
granizo me cubra, quedo inmovilizada, aquí. Quedo en evidencia. El tigre salta.
Con sus látigos las lenguas se dirigen a mí. Móviles, incesantemente, las
lenguas se agitan sobre mí. He de defenderme con mentiras. ¿Qué amuleto hay
contra semejante mal?
Y esa frase pone en fila a las
palabras, las insta al silencio. Y esa frase tira de la mano de Virginia, hacia
arriba, la está elevando por encima del suelo
¡Cuánta
disolución del alma exigís sólo para poder vivir durante un día, cuántas
mentiras, cuántas reverencias, cuánta palabrería fluida, cuántos roces y cuánto
servilismo! ¡Me habéis encadenado a un punto, una hora, una silla, y os habéis
sentado delante! ¡Me habéis arrancado los blancos espacios que median entre
hora y hora, con ellos habéis formado sucias píldoras y los habéis arrojado a
la papelera con vuestras grasientas zarpas! Y estos espacios eran mi vida.
Yo, con las palabras desordenadas y
rebeldes tirándome del pelo y dándome golpecitos en el hombro, estoy releyendo “Las
olas”, leyendo a Virginia en la madrugada. Las palabras no me han dejado
dormir, están enredando todo el rato, me han susurrado hasta que han conseguido
levantarme. ¿Qué queréis que hagamos ahora? Les pregunto, pero ellas no saben,
sólo revolotean divertidas y a veces tocan suavemente el centro del alma. Como
ahora. Pienso en esos espacios blancos que median entre hora y hora. ¿Dónde
están? ¿Lo sabe Virginia?
Busco en su diario
Ayer
Doran Heinemann me ofreció 2.000 libras por escribir una vida de Boswell. L.
está escribiendo mi cortés negativa en este momento. He comprado mi libertad.
Es curioso pensar que al rechazar esta oferta he pagado por poder ir a Rodmell
y pensar únicamente en “Las olas”. Si hubiese aceptado, compraría casas, mesas,
y me iría a Italia. No merece la pena.