miércoles, 26 de noviembre de 2014

Virginia busca palabras

Virginia busca palabras. En las estanterías, en lo alto de los armarios, debajo de las alfombras. Virginia busca palabras. En la espalda de Leonard cuando trabaja, en la mirada hermosa de su perro, en el murmullo del bosque. A veces no las encuentra y tiene que irse lejos. Parece que su mirada está perdida, pero lo que ocurre es que  está viajando.  Después regresa, viene caminando, cansada, con su cargamento de palabras.
Virginia se encierra en su cuarto. Las palabras son niñas inquietas, no paran de moverse, lo tocan todo. Se suben a la ventana, mueven la lámpara, se esconden debajo de la mesa.  Se ríen, las palabras. Como  no se toman nada en serio, a Virginia le toca organizarlo todo; dar órdenes, pedir silencio, detener juegos. Es agotador. En realidad Virginia preferiría ser una palabra y estar  colgada de las cortinas balaceándose.  Pero de repente una frase viene a ayudarla

No puedo moverme sin desplazar de su lugar el peso de los siglos. Flechas, un millón de flechas, me atraviesan. La burla y el ridículo me desgarran. Yo, capaz de recibir las tempestades en mi pecho, capaz de dejar alegremente   que el granizo me cubra, quedo inmovilizada, aquí. Quedo en evidencia. El tigre salta. Con sus látigos las lenguas se dirigen a mí. Móviles, incesantemente, las lenguas se agitan sobre mí. He de defenderme con mentiras. ¿Qué amuleto hay contra semejante mal?

Y esa frase pone en fila a las palabras, las insta al silencio. Y esa frase tira de la mano de Virginia, hacia arriba, la está elevando por encima del suelo
¡Cuánta disolución del alma exigís sólo para poder vivir durante un día, cuántas mentiras, cuántas reverencias, cuánta palabrería fluida, cuántos roces y cuánto servilismo! ¡Me habéis encadenado a un punto, una hora, una silla, y os habéis sentado delante! ¡Me habéis arrancado los blancos espacios que median entre hora y hora, con ellos habéis formado sucias píldoras y los habéis arrojado a la papelera con vuestras grasientas zarpas! Y estos espacios eran mi vida.

Yo, con las palabras desordenadas y rebeldes tirándome del pelo y dándome golpecitos en el hombro, estoy releyendo “Las olas”, leyendo a Virginia en la madrugada. Las palabras no me han dejado dormir, están enredando todo el rato, me han susurrado  hasta que han conseguido levantarme. ¿Qué queréis que hagamos ahora? Les pregunto, pero ellas no saben, sólo revolotean divertidas y a veces tocan suavemente el centro del alma. Como ahora. Pienso en esos espacios blancos que median entre hora y hora. ¿Dónde están? ¿Lo sabe Virginia?
Busco en su diario


Ayer Doran Heinemann me ofreció 2.000 libras por escribir una vida de Boswell. L. está escribiendo mi cortés negativa en este momento. He comprado mi libertad. Es curioso pensar que al rechazar esta oferta he pagado por poder ir a Rodmell y pensar únicamente en “Las olas”. Si hubiese aceptado, compraría casas, mesas, y me iría a Italia. No merece la pena.

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