domingo, 27 de julio de 2014

La mirada mágica de Elena Fortún



Aunque no nos correspondía generacionalmente,  mis hermanos y yo crecimos a la sombra de los libros de Elena Fortún. Esos libros infantiles que leyeron los niños de 1920, de 1940 y que despertaron levemente en los años 90 por una serie de televisión, estructuraron nuestro mundo de niños lectores e imaginativos. En realidad nosotros nos parecíamos un poco a esos niños de los libros; escondíamos conejos en la cama de nuestro abuelo, hablábamos con los perros, nos gustaban los establos y las vacas, y creíamos firmemente que el viejo de la leña se equivocó y se fue por los rayos de la luna hasta el cielo en lugar de volver a casa.
De mayor he seguido leyendo los libros de Elena Fortún, del primero al último, como un viaje por mi infancia, como un recordatorio de que las cosas no son ni mucho menos como nos las cuentan, en esa gris relación de obligaciones y costumbres  que nos ponen encima, como un traje incómodo y estrecho. Fui poco a poco encontrando en librerías de viejo los volúmenes que me faltaban, con paciencia y mimo fui completando ese estante de mi biblioteca dedicado a los libros de Celia, de Cuchifritín, de Matonkiki.
Y volví mi mirada hacia Elena Fortún, hacia Encarnación Aragoneses, que tomó su seudónimo  literario del libro Los mil sueños de Elena Fortún, escrito por Eusebio de Gorbea, escritor frustrado, actor aficionado, militar republicano, su marido.
Encarnación fue una mujer inquieta e interesante, puedo imaginarla con los ojos  llenos de historias caminando por las calles de Madrid. Puedo imaginar su alegría y su pena, y su frustración. Puedo imaginar su inseguridad. Las mujeres que construyeron un mundo mejor para nosotras. Trabajando, estudiando,  escribiendo, investigando, intentando empujar puertas cerradas, puertas enormes y pesadas.
Los libros de Celia se venden muy bien, Encarnación recibe numerosas cartas de lectores, la editorial Aguilar la apremia a escribir más volúmenes. Mientras Celia crece, mientras Cuchifritín mira atónito el comportamiento absurdo de los mayores, Encarnación Aragoneses transita por el mundo protegida por su mirada mágica, que a veces no puede impedir que la realidad, como una mujer ociosa y gruñona que ansía meterse en las vidas de los demás, le dé un empujón y se meta en su alma.
Su hijo pequeño, al que llamaban Bolín, muere, y ella sigue caminando con un poco más de dolor, que se aloja quizás en su costado izquierdo, quizás en alguna frase escrita, en la luz que tiñe las aceras. Su marido no logra comprender su éxito, ¡ella sólo escribe libros para niños! Sin embargo él no triunfa. Otra pequeña espina viaja desde la realidad hasta su muñeca derecha. Y así, Elena Fortún va defendiendo su fantasía y su magia de las heridas que le crecen en el cuerpo.
El fin de la  guerra civil la lleva  hasta Argentina, donde trabaja en Buenos Aires en la Biblioteca Municipal. Su jefe en aquellos tiempos comenta que Encarnación no les cuenta que es una escritora reconocida, no quiere destacar, pero ¿Cómo no ver un incendio? Reflexiona. Su personalidad y su valía  brillaban aunque ella no quisiera.

Encarnación Aragoneses murió en Madrid en 1952. Esa niña frágil, enfermiza y sensible que había sido, recorrió el mundo y sembró palabras que nos alimentaron y aún nos alimentan. ¿Dónde está toda esa riqueza? ¿Cómo permitir que se pierda? ¿Cómo no ver el incendio?
Carmen Martín Gaite nos trajo de vuelta a Encarnación, le dio la mano, en una cadena de ternura y palabras que no tiene fin y que Marisol Dorao continuó  escribiendo una maravillosa biografía: Los mil años de Elena Fortún y siendo  responsable de que en 1987  se publicara Celia en la Revolución, un libro cuyo borrador terminó Encarnación en 1943 y que apareció entre sus papeles, un libro que murmuraba, escondido y paciente, la historia triste y veraz de la guerra.

Me quedo sola en la ancha acera bajo los árboles aún desnudos de hojas. . .¡Sola! Todos, uno tras otro, han ido dejándome sola antes de que me fuera. . .

Encarnación y Celia nos miran. Hoy las dos se ríen.