domingo, 24 de mayo de 2015

Anna Amalia cultiva música y sueños

Quiero verla,  oírla hablar, ver cómo se mueve entre los pliegues sucios del pasado. Pero está difuminada, disminuida ¿En qué rincón perdido del tiempo ha quedado olvidada? Su leve paso sólo es ceniza, apenas unas líneas en algunos libros. Toda su pasión, todo su dolor han sido cubiertos por la maleza del olvido. Para  saber más  debo apartar bosques y batallas, hazañas y hombres agrandados por los ojos de la historia.  Quizás sea normal. No es más que una chiquilla de siete años a la que su padre arrastra del cabello como sólo puede hacerlo un rey. Sólo es una niña que huye de su casa porque no le permiten estudiar música. Ella quiere bailar y mover sus manos como mariposas. Mírala girando, riendo. ¿La mira su hermano Federico II el grande?  
La vida de Federico se describe profusamente; sus logros, su especial carácter.  Ahí, en una esquina del relato, asoma la pequeña princesa que sueña notas y pájaros. Podría esperarse que su hermano la comprendiera; su padre también lo despreció por preferir  palabras y  música al frio devastador de las armas, ese frio que inundará su corazón siete años. El ama todo lo delicado que habita en el mundo, en su corte se habla en francés y el viejo Bach probará sus pianofortes e improvisará sobre una melodía compuesta por él. Quién puede imaginar mayor gloria. Federico mantiene correspondencia con Voltaire, quien  vendrá a iluminar el reino y se marchará mascullando que el rey precisa que lo halaguen igual que las coquetas.
Pero cuando mira a Anna Amalia, Federico II el rey ilustrado, ¿qué ve?  Sólo  un entramado de huesos y humores. Apenas nada. Por eso cuando Anna Amalia se casa en secreto con Barón Federico von der Trenck, Federico no recuerda que él mismo había intentado escapar a Inglaterra con su compañero Hans Hermann von Katte, y que fue apresado y que tuvo que presenciar cómo su amigo era ejecutado. Un árbol cortado de raíz. Un dolor instalado quizás como veneno en el alma. Pero Anna Amalia es una mujer, como hemos dicho, acaso un entramado de huesos y humores. Así que el rey afrancesado, el rey filósofo, el rey músico, encarcelará al barón durante diez largos años, anulará el matrimonio y recluirá a la princesa triste de todos los cuentos en la Abadía de Quedlimburg. Y ¿qué tiene que decir a esto Voltaire? Él que trajo la luz al mundo. ¿Nada? Pero si él mismo glosó las aventuras del Barón, al igual que Víctor Hugo. Y estos doctos señores, ¿no se apiadarán de la suerte de Anna Amalia? Creo que no, creo que su tolerancia y su bondad pasarán de largo.
Anna Amalia llegó a ser Abadesa de Quedlimburg, pero su alma que volaba no se quedó recluída; vivió en Berlín, atesoró partituras, escribió música. En sus salones paseó la inteligencia y la melodía. La princesa tocaba la flauta, el violín y el pianoforte. Pasados los treinta años comenzó a recibir clases de composición de Kirnberger que a su vez había sido alumno del gran Bach. Quizás la princesa recordara aquel día de 1747 en el que el viejo Bach había sido retado por su hermano Federico a improvisar una fuga a seis voces. La princesa atesora partituras, una extensa y hermosa colección que su profesor Kirnberger le ayuda a  ordenar, en su biblioteca murmuran motivos, fugas, cantos,  Carl Philipp Emanuel Bach, Telemann, músicos y notas, fragmentos y vidas. Mientras  Diderot y  d´Alembert componen su enciclopedia, mientras Rousseau y Voltaire disertan, Ana Amalia compone, recoge partituras, estudia, conversa. Quizás debe soportar oír aquello que también escuchó Virginia:
'Señor, una mujer compositora es como un perro que caminara sobre sus patas traseras. No lo hace bien, pero es de sorprenderse que algo logre".

En todo caso, su excesivo rigor le hace destruir casi todo lo que compone. Pero algunas piezas han llegado hasta hoy, son como un pequeño aliento, una caricia en el aire que recuerda que ella estuvo aquí, y sufrió y amó, y libró todas las batallas.
Anna Amalia llegó al mundo áspero de 1743, y murió en 1787 en Berlín. Es de esperar que en su muerte pequeñas niñas corcheas la acompañaran, y violines invisibles despidieran su corazón, que tanto soñó y tan duramente fue golpeado.
Caminó por un mundo iluminado  que no fue capaz de alumbrar del todo, y por las esquinas que quedaron en penumbra mujeres valerosas se afanaron en abrir puertas, o por lo menos, en construir con sus manos pequeños mundos que aún perduran, bajo los nombres crueles de las guerras, bajo los miles de tratados y acuerdos firmados por las rudas manos de los reyes, bajo el peso excesivo de la gran historia, la historia subterránea de las mujeres late y permanece. Lo dijo Virginia y es cierto
.. . Porque no se necesita mucha habilidad psicológica para estar seguro de que una chica sumamente dotada, quien hubiera intentado emplear ese don en la poesía, se habría visto tan frustrada y tan impedida por otras personas, tan torturada y tan dividida por sus instintos en oposición, que de seguro habría perdido la salud y la cordura. . .

Pero escuchemos la música de Anna Amalia, su paso leve que aún perdura










domingo, 15 de marzo de 2015

Virginia Tuvo que leerlo


Virginia tuvo que leerlo

. . Si bien es verdad que un pequeño porcentaje de las mujeres son inteligentes como los hombres, en conjunto, la inteligencia es una especialidad masculina. No hay duda de que algunas mujeres son geniales, pero la suya es una genialidad inferior a la de Shakespeare, Newton, Miguel Angel, Beethoven, Tolstoi. Además, la capacidad intelectual mediana de las mujeres parece muy inferior. . .

¿Quién ha escrito esta pequeña reflexión? ¿Merece la pena saberlo? Quizás sí, ya que sabemos que Virginia tuvo que leerla, escucharla, contestarla. Ya que sabemos que hay todavía un murmullo que nos acompaña, y que tiene la curiosa forma de palabras parecidas, escondidas ahora en huecos pequeños y frases disfrazadas de normalidad , como pequeñas espirales sin fin.
Vamos pues a ver quién es ese hombrecillo que respira fuerte, lleva corbata de nudo hecho y lleva quince días sin afeitarse; ese hombrecito que de forma tan exhaustiva y segura pregona la inferioridad intelectual de la mujer.

Una imagina a ese hombrecito realizando esforzados trabajos, intrincadas investigaciones, escalando la historia, hurgando en los más recónditos rincones para asegurarse de no hallar una mujer con el genio de Shakespeare. Una imagina. . .pero pongamos nombre a este gracioso hombrecito. . . ¿Voy a escribirlo? ¿Le daré un pequeño espacio en mi página? En este territorio en que planto  palabras niñas, pájaros,  nombres de árboles que son urgentes, como higuera, olivo, sauce, olmo, acacia, roble. .. sí, abramos la puerta y donde un día puse Alejandra, Jane, Simone, Virginia, pongamos a este hombrecito llamado Arnold Bennett.
Arnold Bennett escribió novelas y ejerció el periodismo; de hecho, escribió en diversas revistas femeninas en las que, imagino, tuvo que sujetar su alado talento, para delimitarlo y meterlo en la jaula del genio escaso de la mujer.
Arnold escribió mucho, y aún hoy se reedita su obra, no tanto desde luego como la de Virginia. ¿Deberíamos leerlo? No lo sé, quizás. Puede que lo ojee desdeñosamente desde mi posición privilegiada; yo viva, él muerto, yo presente, el cubierto por la gris textura de los años. Yo esgrimiendo mis palabras como espadas, él sometido a este inofensivo escrutinio, con sus peores frases abiertas  y al descubierto. Puede que  lea Enterrado en vida o cuento de viejas, y que Virginia y yo sonriamos. Ahora que  Virginia dice No necesito odiar a ningún hombre, no puede herirme. ¿No puede herirme? ¿No hirió a Virginia?
Arnold y Virginia mantuvieron un duelo intelectual sobre la naturaleza de la novela, una querella con los modernos en la que Bennett defendía el realismo como único cauce para la creación literaria. Me deprime el astuto realismo del señor Bennett, diría Virginia. Así que durante una década, dos escritores se enfrentaron en artículos, conferencias, reuniones. Así que Arnold consideró después de todo que la inteligencia y el valor de Virginia merecían todo ese esfuerzo. Quizás esto es lo que debemos recordar, aún hoy, con esos insectos molestos y tenaces todavía revoloteando, manchando la luz.
Cuando Arnold Bennett murió Virginia escribió en su diario:

Arnold Bennett murió anoche; lo cual me ha dejado más triste de lo que hubiera supuesto. Un hombre amable y auténtico; limitado, un tanto torpe en el vivir; con buenas intenciones; grandote; cariñoso; rudo; sabedor de su rudeza; oscuramente desorientado y en busca de otras cosas; atosigado de éxito; herido en sus sentimientos; ávido; de palabra premiosa; intolerablemente prosaico; con cierta dignidad; entregado a la literatura; pero siempre estafado, engañado por el esplendor y por el éxito; aunque ingenuo; un viejo latoso; un egotista; muy a merced de la vida, a pesar de su competencia; una visión de la literatura propia de tendero; aunque dominando sus rudimentos, cubiertos de grasa y de prosperidad y por el deseo de horribles muebles Imperio; con sensibilidad. Cierta capacidad de verdadera comprensión, así como un gigantesco poder de absorción. Estas son las ideas que se me ocurren a arrebatos y sacudidas, mientras esta mañana estoy ahí sentada haciendo periodismo; recuerdo su firme decisión de escribir mil palabras todos los días […] Es extraño observar cuánto lamenta una la desaparición de una persona que causaba la impresión, tal como he dicho, de ser auténtica; que estaba en directo contacto con la vida, por cuanto me trató mal; y casi deseo que pudiera seguir tratándome mal; y yo tratándole mal. Un elemento de la vida –incluso de la mía, tan remota- que nos ha sido arrancado. Esto es lo que más importa.