Escribo con mi pequeño perro a los pies. De
vez en cuando cruzamos una mirada. El, mi perro, me mira con sus grandes ojos
marrones hechos de tierra, y al mirarlo
camino por esos campos secos y desolados que amo.
También Virginia, imagino, escribía con un
perro a sus pies.
Gracias a la escritora Pilar Adón descubro
que de pequeña, Virginia tuvo un perro llamado Shag. Shag llegó a la casa con
la importante labor de limpiarla de incómodas ratas, pero pronto demostró, con esa
forma graciosa y contundente que tienen los perros de demostrar las cosas, que
no le interesaba la caza; sólo estaba
dispuesto a hacerse amigo de los
hermanos Stephen. Cuando Shag se hizo
viejo llegó a la casa un cachorro. ¿Qué sentiría Shag? ¿Y qué sentiría
Virginia? Virginia, que miraba más allá, Virginia, que veía esas grietas que
aparecen en la superficie lisa de la
realidad. El pobre Shag intentando emular las gracias aplaudidas del
cachorro, desterrado del juego y de la ternura, abandonado. Shag fue llevado a
la perrera después de atacar al nuevo
perrito. No sabemos lo que pasó realmente, no podemos saberlo. Pero quizás un
trocito de tristeza se clavó en el corazón de la pequeña Virginia, una esquirla
de pena que la acompaño para siempre. La incomprensión y la crueldad. Parece ser que años después Shag regresó a la
casa. ¿Se escapó de la perrera? ¿Quizás simplemente lo habían abandonado a su
suerte? Shag entró, derrotado. Puedo imaginarlo, ese perro que había corrido
feliz, que había sido acariciado y querido, vuelve y no pide nada, no aspira a
nada, sólo a tumbarse en silencio, donde solía hacerlo cuando era un perro
alegre. Dejadme por favor, dicen sus
ojos, no me peguéis, no me echéis,
dejadme en mi rincón. Duele, me duele en la mirada marrón de mi perro.
A lo largo de su vida Virginia tuvo varios
perros que seguro la acompañaron con su silencio hermoso en largos paseos, en su trabajo, en sus dudas, en
momentos llenos de niebla.
En Flush,
que describe la relación de la poeta Elizabeth Barrett con su perro, encontramos
la ironía de Virginia, y su lenguaje, y su forma distinta de contemplar las
cosas. Y al posar esa mirada en Flush, el perro, el compañero generoso de la
escritora enferma, que cambió el campo y olor a hierba por la cama y el reposo
de su dueña, podemos ver detrás a los perros de Virginia, y cómo ella traducía
a palabras ese idioma complejo para nosotros los humanos, hecho de mirada y
gestos. A veces sólo hay que detenerse y observar, ser capaz de salir de la
bruma mareante de nuestro mundo. Creo que Virginia sabía hacer eso, con los
árboles, con los pájaros, seguro con el viento. Y con los perros. Y así describe
la llegada de Flush a su nuevo hogar:
...se ocultó,
tembloroso, detrás de un biombo. Las voces se apagaron.
Cerrose una puerta. Por un instante quedó inmóvil, pasmado, con los
nervios flojos...
Luego cayó sobre él la memoria con un zarpazo de tigre. Se sintió solo...
abandonado. Se precipitó a la puerta. Estaba cerrada.
La arañó, escuchó...Oyó pasos que bajaban. Los conocía de sobra:
eran los pasos de su ama.
Parecían haberse parado. No, no... seguían
escalera abajo, abajo... Miss Mitford bajaba las escaleras muy despacio, pesadamente, a desgana.
Y al oírla marcharse, al notar que los pasos de su ama se esfumaban,
apoderose de él el pánico. Oía cómo se iban
cerrando al pasar miss Mitford
puerta tras puerta; se cerraban sobre la
libertad, sobre los campos, las
liebres y la hierba, lo incomunicaban
cerrándose de su adorada ama... ,
de la querida mujer que lo había
lavado y le había pegado, la que lo
alimentara en su propio plato no
teniendo bastante para sí misma... ¡Se cerraban sobre cuanta felicidad, amor y bondad humana le había sido
dado conocer! ¡Ya! Un portazo: la puerta de la calle. Estaba solo. Lo había
abandonado.
¡Pobre Flush! Y
describe así Virginia cómo Elizabeth y Flush se conocen, y se reconocen:
Se sorprendieron el uno del otro. A miss Barrett le pendían a ambos
lados del rostro unos tirabuzones muy densos; le relucían sus grandes
ojos, y su boca, grande, sonreía. A ambos lados de la cara de Flush
colgaban sus espesas y largas orejas; los ojos también los tenía grandes y brillantes,
y la boca, muy ancha. Existía cierto parecido entre ambos. Al
mirarse, pensaba cada uno de ellos lo siguiente. «Ahí estoy...», y luego cada
uno pensaba: «Pero ¡qué diferencia!» La de ella era la cara pálida y
cansada de una inválida, privada de aire, luz y libertad. La de él era la
cara ardiente y basta de un animal joven: instinto, salud y energía.
Ambos
rostros parecían proceder del mismo molde, y haberse
desdoblado después;
¿sería posible que cada uno completase lo que
estaba latente en el otro?
Ella podía haber sido... todo aquello; y él...
Pero, no. Entre ellos se encontraba el abismo mayor que puede separar a un ser de otro. Ella
hablaba. El era mudo. Ella era una mujer; él, un
perro. Así, unidos
estrechamente, e inmensamente separados, se
contemplaban. Entonces se
subió Flush de un salto al sofá y se echó
donde había de echarse toda su
vida... en el edredón, a los pies de miss Barrett.
Elizabeth
Barrett y Flush pasaron toda su vida juntos. Los últimos años de Flush transcurren
en Italia y Virginia los describe como años felices, llenos de olores sabrosos,
correrías por las calles, y percances
con las pulgas italianas, que casi lo devoran. De vuelta en Inglaterra, Flush
es un anciano que cuenta sus aventuras a los perrillos jóvenes. Cuando siente
que va a morir se apresura a volver a casa, al lado de Elizabeth.
Este
es el final de Flush. Virginia con su sensibilidad y su talento consigue emocionarme.
La mesa del salón permaneció absolutamente inmóvil.
. . . Ahora era feliz. Estaba envejeciendo, y Flush también.
Se inclinó un
momento sobre él. La cara de mistress Browning, con su
boca ancha,
sus grandes ojos y espesos rizos, seguía teniendo un extraño
parecido
con la de él. Ambos rostros parecían proceder del mismo molde y
haberse desdoblado después, casi como si cada uno completase lo que
estaba latente en el otro. Pero ella era una mujer; él, un perro. Mistress
Browning siguió leyendo. Después volvió a mirar a Flush. Pero éste no la miraba ya.
Se había operado en él un cambio extraordinario. «¡Flush!»,
exclamó mistress Browning. Pero no respondió. Había estado vivo; ahora
estaba muerto. La mesa del salón eso sí que fue raro permaneció
absolutamente inmóvil.
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