sábado, 8 de febrero de 2014

Virginia ama a los perros




Escribo con mi pequeño perro a los pies. De vez en cuando cruzamos una mirada. El, mi perro, me mira con sus grandes ojos marrones hechos de tierra, y   al mirarlo camino por esos campos secos y desolados que amo.
También Virginia, imagino, escribía con un perro a sus pies.
Gracias a la escritora Pilar Adón descubro que de pequeña, Virginia tuvo un perro llamado Shag. Shag llegó a la casa con la importante labor de limpiarla de  incómodas ratas, pero pronto demostró, con esa forma graciosa y contundente que tienen los perros de demostrar las cosas, que no le interesaba la caza; sólo  estaba dispuesto  a hacerse amigo de los hermanos  Stephen. Cuando Shag se hizo viejo llegó a la casa un cachorro. ¿Qué sentiría Shag? ¿Y qué sentiría Virginia? Virginia, que miraba más allá, Virginia, que veía esas grietas que aparecen en la superficie lisa de la  realidad. El pobre Shag intentando emular las gracias aplaudidas del cachorro, desterrado del juego y de la ternura, abandonado. Shag fue llevado a la perrera después de atacar  al nuevo perrito. No sabemos lo que pasó realmente, no podemos saberlo. Pero quizás un trocito de tristeza se clavó en el corazón de la pequeña Virginia, una esquirla de pena que la acompaño para siempre. La incomprensión y la crueldad.  Parece ser que años después Shag regresó a la casa. ¿Se escapó de la perrera? ¿Quizás simplemente lo habían abandonado a su suerte? Shag entró, derrotado. Puedo imaginarlo, ese perro que había corrido feliz, que había sido acariciado y querido, vuelve y no pide nada, no aspira a nada, sólo a tumbarse en silencio, donde solía hacerlo cuando era un perro alegre. Dejadme por favor, dicen sus ojos, no me peguéis, no me echéis, dejadme en mi rincón. Duele, me duele en la mirada marrón de mi perro.
A lo largo de su vida Virginia tuvo varios perros que seguro la acompañaron con su silencio hermoso en  largos paseos, en su trabajo, en sus dudas, en momentos llenos de niebla.
 En  Flush, que describe la relación de la poeta Elizabeth Barrett con su perro, encontramos la ironía de Virginia, y su lenguaje, y su forma distinta de contemplar las cosas. Y al posar esa mirada en Flush, el perro, el compañero generoso de la escritora enferma, que cambió el campo y olor a hierba por la cama y el reposo de su dueña, podemos ver detrás a los perros de Virginia, y cómo ella traducía a palabras ese idioma complejo para nosotros los humanos, hecho de mirada y gestos. A veces sólo hay que detenerse y observar, ser capaz de salir de la bruma mareante de nuestro mundo. Creo que Virginia sabía hacer eso, con los árboles, con los pájaros, seguro con el viento. Y con los perros. Y así describe la llegada de Flush a su nuevo hogar:



 ...se ocultó,  tembloroso, detrás de un biombo. Las voces se apagaron. 
Cerrose una  puerta. Por un instante quedó inmóvil, pasmado, con los 
nervios flojos...  Luego cayó sobre él la memoria con un zarpazo de tigre. Se sintió solo...  abandonado. Se precipitó a la puerta. Estaba cerrada. 
La arañó, escuchó...Oyó pasos que bajaban. Los conocía de sobra:
 eran los pasos de su ama.  Parecían haberse parado. No, no... seguían 
escalera abajo, abajo... Miss Mitford bajaba las escaleras muy despacio, pesadamente, a desgana.
 Y al oírla marcharse, al notar que los pasos de su ama se esfumaban, 
apoderose de él el pánico. Oía cómo se iban 
   cerrando al pasar miss Mitford  puerta tras puerta; se cerraban sobre la 
libertad, sobre los campos, las  liebres y la hierba, lo incomunicaban
 ­cerrándose ­ de su adorada ama... ,  de la querida mujer que lo había 
lavado y le había pegado, la que lo  alimentara en su propio plato no 
teniendo bastante para sí misma... ¡Se cerraban sobre cuanta felicidad, amor y bondad humana le había sido  dado conocer! ¡Ya! Un portazo: la puerta de la calle. Estaba solo. Lo había  abandonado.

¡Pobre Flush! Y describe así Virginia cómo Elizabeth y Flush se conocen, y se reconocen:

 Se sorprendieron el uno del otro. A miss Barrett le pendían a ambos 
 lados del rostro unos tirabuzones muy densos; le relucían sus grandes 
 ojos, y su boca, grande, sonreía. A ambos lados de la cara de Flush 
colgaban sus espesas y largas orejas; los ojos también los tenía grandes y brillantes,
 y la boca, muy ancha. Existía cierto parecido entre ambos. Al  mirarse, pensaba cada uno de ellos lo siguiente. «Ahí estoy...», y luego cada  uno pensaba: «Pero ­ ¡qué diferencia!» La de ella era la cara pálida y  cansada de una inválida, privada de aire, luz y libertad. La de él era la  cara ardiente y basta de un animal joven: instinto, salud y energía.
 Ambos  rostros parecían proceder del mismo molde, y haberse
 desdoblado después;  ¿sería posible que cada uno completase lo que 
estaba latente en el otro?  Ella podía haber sido... todo aquello; y él... 
Pero, no. Entre ellos se encontraba el abismo mayor que puede separar a un ser de otro. Ella  hablaba. El era mudo. Ella era una mujer; él, un
 perro. Así, unidos  estrechamente, e inmensamente separados, se 
contemplaban. Entonces se  subió Flush de un salto al sofá y se echó 
donde había de echarse toda su  vida... en el edredón, a los pies de miss Barrett.

Elizabeth Barrett y Flush pasaron toda su vida juntos. Los últimos años de Flush transcurren en Italia y Virginia los describe como años felices, llenos de olores sabrosos,  correrías por las calles, y percances con las pulgas italianas, que casi lo devoran. De vuelta en Inglaterra, Flush es un anciano que cuenta sus aventuras a los perrillos jóvenes. Cuando siente que va a morir se apresura a volver a casa, al lado de Elizabeth.
Este es el final de Flush. Virginia con su sensibilidad y su talento consigue emocionarme.
 La mesa del salón permaneció absolutamente inmóvil.



. . . Ahora era feliz. Estaba envejeciendo, y Flush también.  Se inclinó un 
momento sobre él. La cara de mistress Browning, con su  boca ancha, 
sus grandes ojos y espesos rizos, seguía teniendo un extraño  parecido
 con la de él. Ambos rostros parecían proceder del mismo molde y  haberse desdoblado después, casi como si cada uno completase lo que  estaba latente en el otro. Pero ella era una mujer; él, un perro. Mistress 
Browning siguió leyendo. Después volvió a mirar a Flush. Pero éste no la miraba ya. 
Se había operado en él un cambio extraordinario. «¡Flush!»,  exclamó mistress Browning. Pero no respondió. Había estado vivo; ahora  estaba muerto. La mesa del salón ­ eso sí que fue raro ­ permaneció 
absolutamente inmóvil. 





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